La obra -cualquier obra- nos cuestiona, nos relata, nos refleja en un lenguaje que es íntimo, intransmisible, una especie de sonido que rebota en nuestro interior dejando sedimentos, pequeñas huellas que podemos traducir como “sensaciones”, es decir: algo que tiene que ver con los sentidos, con nuestra manera de percibir el mundo. “Me gusta”, decimos, como si saborear un cuadro fuese posible, relacionando una muestra con una degustación de quesos. “Es frío, es cálido”. Insistimos en recurrir a la manera más brutal y efectiva de reconocer las cosas: con la boca, lamiendo, con la piel y los oídos, la única traducción posible parece estar en la fuerza sensual de la obra que nos acorrala -cuando lo logra-, y nos impresiona: una presión que deja una marca, huella que encontraremos al tiempo cuando, tranquilos, volvamos a intentar reconocernos frente al espejo y veamos que afortunadamente ya no nos vemos como antes porque hay un sedimento que no estaba, una manchita que no se quita, y descubrimos que hay nuevos ríos de los que ya no es posible beber. Porque en definitiva, si hay algo que podemos pedirle -reclamarle, agradecerle- a una obra de arte es que al intentar vernos en ella nos devuelva un reflejo en el que nos cueste reconocernos, en el que tal vez estamos agazapados y lamiendo, tocando, escuchando, mordiendo, saboreando esa misma obra, para luego (educadamente, con un vaso de vino en la mano y olor a jabón perfumado en la entrepierna) decir: “me gusta”, o “qué asco”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario